Suiza también pasa factura a su flotilla: quien viaja por ideología, paga su billete de vuelta

Suiza otro país normal ante las situaciones vividas

Redacción
Política
sábado, 11 de octubre de 2025

Mientras varios países europeos marcan distancia con el espectáculo político de la llamada Flotilla de la Libertad, España sigue siendo la excepción blanda del continente.
Suiza ha anunciado que enviará a sus activistas la factura del vuelo de regreso, sumando además los gastos consulares y administrativos derivados de su deportación desde Israel.
Italia, Grecia y Sudáfrica han hecho lo mismo: ni un euro público para sufragar aventuras ideológicas ajenas a la legalidad.

Solo España —una vez más— ha decidido lo contrario: usar medios militares para traer de vuelta a los participantes y no cobrarles un solo céntimo.
Un gesto que, lejos de ser humanitario, premia la irresponsabilidad y castiga al contribuyente español.


Suiza, pragmatismo europeo frente al buenismo español

Las autoridades suizas lo han dicho sin rodeos:

“Fueron bajo su responsabilidad. El Estado no sufraga viajes de carácter político o activista.”

Ni dramatismo, ni victimismo, ni titulares heroicos. Simplemente sentido común.
El contribuyente suizo no tiene por qué pagar los caprichos de un grupo de militantes que deciden, por su cuenta, desafiar las leyes de un Estado soberano.

El contraste con España es brutal. Aquí, el Gobierno de Sánchez ha vuelto a convertir un asunto judicial en una cruzada ideológica, despachando recursos públicos para traer de vuelta a quienes violaron las leyes israelíes bajo la bandera del pacifismo militante.


Una “flotilla de la paz” que terminó en agresiones y deportaciones

De la “misión humanitaria” apenas queda el eslogan.
Los participantes —entre ellos la española Reyes Rigo, que incluso admitió haber mordido a una guardia israelí y causar lesiones graves— terminaron detenidos, deportados y desacreditados.
Israel aplicó la ley. Portugal, Suiza e Italia aplicaron la responsabilidad.
Solo España aplicó la excusa.

Mientras el resto de países deja claro que cada cual debe asumir las consecuencias de sus actos, el Gobierno español parece decidido a amparar cualquier acción de la izquierda radical con dinero público, aunque eso suponga respaldar la ilegalidad y la violencia encubierta bajo discurso pacifista.


El coste del buenismo: el contribuyente paga la ideología ajena

El uso de aviones militares para repatriar a los participantes españoles de la flotilla no es gratuito.
Cada hora de vuelo, cada gestión diplomática, cada recurso público empleado sale del bolsillo de los españoles que cumplen la ley.
Mientras un autónomo paga sus impuestos y un agricultor espera ayudas que no llegan, el Estado decide financiar los caprichos de un grupo de activistas que sabían perfectamente dónde se metían.

El mensaje es claro: en España, si eres de la izquierda internacionalista, el Estado te protege; si eres un ciudadano corriente, te abandona.


Europa aplica la ley, España el relato

La diferencia entre países responsables y gobiernos populistas está en los hechos:

  • Suiza, Italia, Grecia y Sudáfrica aplican el principio básico de responsabilidad individual.
  • Portugal cobra los vuelos y deja claro que “no fue una misión oficial”.
  • España, en cambio, convierte el error en épica y usa medios militares como taxi ideológico.

Ni un país serio del entorno europeo ha seguido el ejemplo de Moncloa.
Y no por falta de humanidad, sino por coherencia democrática: quien decide actuar por cuenta propia debe asumir su decisión.
Eso se llama madurez institucional, algo de lo que nuestro Gobierno parece haber abdicado por completo.


La izquierda española: del victimismo al privilegio político

El caso de la flotilla y de Reyes Rigo es la prueba de cómo la izquierda española vive instalada en el privilegio moral y mediático.
Puede agredir, provocar y violar leyes extranjeras, que siempre encontrará un ministerio o una televisión pública dispuesta a justificarla.

Mientras tanto, los ciudadanos que protestan por los abusos fiscales, la inseguridad o la inmigración ilegal son tachados de “extremistas”.
El doble rasero ya no es ideológico: es institucional.


Conclusión: quien siembra irresponsabilidad, recoge descrédito

Europa lo ha entendido.
Los países que respetan la ley no premian a quienes la desafían; los hacen responsables de sus actos.
España, en cambio, sigue atrapada en un relato moralista que confunde compasión con complicidad.

La política exterior no puede gestionarse con sentimentalismo, sino con firmeza.
Y si un ciudadano decide embarcarse en una flotilla ideológica para desafiar a un Estado soberano, que pague su billete de ida… y el de vuelta.


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